lunes, 26 de diciembre de 2011

Un crimen perfecto

El amor que la madre da a su lactante es primordial.
La mujer es diferente del hombre en su cuerpo, pero también en su espíritu; en su manera de percibir, de sentir, de reaccionar. Más intuitiva, menos sumisa a lo racional, está predestinada a entender a su hijo. No es casual que resulte tan sensible a las caricias, que son también las primeras “palabras” de amor de la madre a su hijo.
En la edad del bebé (durante el primer año) en que su afectividad es más rica, más profunda y más vulnerable, su madre percibe todas sus sutilezas. Para ella, es un juego entrar con su hijo en un diálogo corporal e intuitivo, preverbal.
Cada deseo, cada emoción, cada sentimiento, cada pensamiento del hijo llegan a su madre; y el niño recibe una respuesta y envía a su madre un nuevo tren de estímulos. Así la díada madre-hijo se baña en un mundo de intercomunicación, de reciprocidad, de amor fusional, dentro del cual se construye la personalidad del niño.
Antes de la aparición de lo racional, antes de que el padre juegue plenamente su rol, la madre ya crea los fundamentos inamovibles de la personalidad de su hijo. Si el niño se ríe con su madre, conocerá la felicidad y la alegría de vivir. Si juega con su madre, sabrá hacer de su vida un juego. Si con su madre también llora, no temerá las lágrimas ni el amor. Nada en la vida del niño podrá romper este lazo capital. ¿Es “papá” a quien llaman los moribundos? ¡No! Es a “mamá” a quien invocan en su último suspiro.
En el mundo sutil de nuestro inconsciente, nos encontramos atados a ella desde la concepción hasta la muerte.
Así que, desde la concepción, la madre buena y empática comunica a su hijo el mensaje no verbal: “soy feliz de que estés aquí”. El campo de comunicación madre-hijo armoniza la energía del niño y teje la imagen que éste tendrá de sí mismo. Su orgullo de existir es el reflejo del amor de su madre.
Pero la madre desprovista de empatía y de presencia destroza a su hijo. Su mensaje, también no verbal, le condena: “no comprendo nada de tu ser”. Según la madre lo haya deseado o rechazado, así el niño llevará en secreto la convicción de su valor eminente o de su indignidad.
Sentirá “¡estoy haciendo feliz a mamá, soy alguien muy bueno!”, con lo que se querrá a sí mismo y esperará sólo amor. O bien se tomará por un desgraciado, indigno para los hombres e incluso para el mismo Dios.
Cuando una madre rechaza ocultamente a su hijo, aunque se esfuerza en negarlo y esconde su odio dentro de sí, su hijo lo capta. Cuando ella desea silenciosamente que él desaparezca, él lo sabe. Las intenciones más secretas de su madre son evidentes para él, destrozan la imagen de sí mismo que está intentando construir, pues lee como en un libro abierto en el inconsciente de su madre.
La autoimagen de estos niños está herida o aniquilada. Siendo adultos, se buscan a sí mismos, en vano. A veces se les pone la etiqueta de “esquizofrénicos”; pueblan nuestros asilos, nuestras prisiones, nuestros centros de desintoxicación. Son una multitud.
Así descubrimos en los problemas mentales un nuevo “culpable”. No es algo que agreda al cuerpo del niño, pero sí mutila su espíritu, que en ese momento, tan pequeño y sin defensa, está aún totalmente receptivo y en formación. Este traumatismo invisible nos afecta a todos. Es un culpable que sigue aún en libertad y continúa causando estragos. Es el mejor protegido de todos los criminales. Su crimen es insidioso, silencioso e inconsciente. Para colmo, está camuflado por la amnesia de sus propios autores: ¡ningún padre, ninguna madre cree en su propia culpabilidad!
Es un crimen perfecto.
Fuente: Extracto del libro ”Cuerpo y psicoanálisis, Ed. Desclée de Brouwer,
Jean Sarkissoff, psiquiatra y psicoanalista