domingo, 22 de mayo de 2011

Una vida sin disfraces

Todos solemos contemplar con admiración a las personas, las familias o las instituciones que están basadas en principios sólidos y hacen bien las cosas. Nos admira su fuerza, su prestigio o su madurez, y habitualmente nos preguntamos: ¿Cómo lo logran? Tendría que aprender a hacerlo así. Lo malo es que muchas veces buscamos un consejo que sea una solución rápida y milagrosa a nuestros problemas, como si fuera todo cuestión de una especie de sencilla cosmética de los valores. Al calor de ese afán humano por los remedios rápidos ha surgido en los últimos años una extensa literatura dedicada a la efectividad personal, que a menudo parece ignorar el proceso natural de esfuerzo y desarrollo que la hacen posible. Es el esquema del «hágase rico en una semana», «aprenda inglés sin esfuerzo», «cómo ganar un montón de amigos», «cómo causar buena impresión», etc. Lo habitual es que proporcionen una serie de consejos más o menos eficaces para solucionar problemas superficiales, pero dejen de lado las cuestiones de fondo.
Sin embargo, desde los filósofos griegos hasta nuestros días, los autores que han estudiado seriamente la búsqueda humana de las claves del vivir con acierto se han centrado básicamente en los esfuerzos que el hombre hace por integrar profundamente en su naturaleza ciertos principios y valores como la honestidad, la justicia, la generosidad, el esfuerzo, la paciencia, la humildad, la sencillez, la fidelidad, el valor, la mesura, la lealtad, la veracidad, etc. Y no como una cuestión cosmética sino profunda, que busca cambiar por dentro a la persona, constituir hábitos y rasgos que conformen con hondura el propio carácter. Podría compararse a las labores del campo. De la misma manera que sería ridículo olvidarse de sembrar en primavera, holgazanear luego durante todo el verano, y pretender al final acudir afanosamente en otoño a recoger la cosecha…, por la misma razón, no se puede pretender cosechar una vida lograda sin haber puesto previamente los medios necesarios.
El campo, como la vida humana, es un sistema natural. Uno hace el esfuerzo, el proceso natural sigue su curso y —aunque el proceso esté expuesto a incertidumbres— lo normal es que se coseche lo que se siembra. Y, desde luego, si no se siembra, si el campo no se trabaja, lo normal es que no se recojan más que malas hierbas. En la mayoría de las interacciones humanas breves se puede salir del paso mediante técnicas superficiales que dan resultado a corto plazo. En esas estrategias se centran los autores que antes hemos mencionado. Y ciertamente se puede lograr producir una impresión favorable en otras personas mediante el encanto y la habilidad personales, o mediante cualquier técnica de persuasión, pero esos rasgos secundarios no tienen ningún valor en relaciones personales prolongadas.
Puedes producir de modo ficticio una buena imagen en un encuentro o un trato más o menos ocasional, pero difícilmente podrás mantener esa imagen en una convivencia de años con tus hijos, tu cónyuge, tus compañeros o tus amigos. Si no hay una integridad personal profunda y un carácter bien formado, tarde o temprano los desafíos de la vida sacan a la superficie los verdaderos motivos, y el fracaso de las relaciones humanas acaba imponiéndose sobre el efímero triunfo anterior. Hay personas que presentan una imagen exterior de cierta categoría personal, y logran incluso un considerable reconocimiento social de sus supuestos talentos, pero carecen en su vida privada de una verdadera calidad humana. Pienso que antes o después, y de modo inevitable, esa mezquindad personal se traslucirá en su vida social y en todas sus relaciones personales prolongadas.
- Fuente:interrogantes.net

viernes, 13 de mayo de 2011

El sentido de sentir

¿POR QUÉ ESTAMOS JUNTOS?
Todos hemos sentido ansiedad y dolor cuando percibimos que la vida de pareja se nos desbarata entre las manos. Cuando ya no encontramos el camino para que la comunicación con la persona amada fluya y se realicen, con facilidad, los acuerdos necesarios para resolver el día a día.
En estas circunstancias, la mente se llena de preguntas: ¿Qué cambió? ¿Acaso se acabó el amor? Comentamos el tema con nuestros mejores amigos; buscamos una explicación que nos conduzca a la recuperación definitiva de la relación; ensayamos distintas estrategias; queremos encontrar, en fin, la llave maestra que convierta en eterna y feliz nuestra relación de pareja. Pero, como en todos los procesos humanos, no hay una receta que les sirva a todos.

En la consulta son muchas las conversaciones acerca de la construcción del amor de pareja. Para algunos, resulta importante dilucidar si el amor verdadero se muere o es eterno; para otros, si la comunicación es diferente del amor, si es posible amarse sin entenderse o, al contrario, entenderse sin amarse. Pero, para todos, se torna imperativo identificar cómo es que cada evento de la cotidianidad afecta la vida amorosa de la pareja.
Y claro, para lograr este primer objetivo, cada pareja tendrá de investigar honestamente lo más obvio, lo más sencillo, que equivale a preguntarse: ¿Qué nos llevó a estar juntos?
Por extraño que nos parezca, la respuesta más frecuente, aquella que afirma que “nos queríamos mucho”, que “no podíamos estar lejos el uno del otro”, no es la más esperanzadora. Aunque según nuestras tradiciones culturales este es el único argumento válido para vivir juntos, la experiencia nos demuestra que este impulso no es suficiente.
Y es que para los hombres y las mujeres del mundo actual, aún cuando el deseo de estar juntos es una expresión del amor, esto no es suficiente para que la vida de pareja sea satisfactoria, pues unirse como esposos tiene que ver con armonizar los proyectos de vida individuales con los propósitos de la vida conyugal.
Recuerdo por ejemplo, las conversaciones con una pareja que decidió casarse, precisamente, porque estaban enamorados y anhelaban estar juntos. Pero muy pronto conocieron el dolor y la infelicidad, pues no podían resolver, entre otras muchas cosas, cómo pasar los domingos.
Contaban que, para él, estar juntos un domingo consistía en quedarse en casa y mejor aún, en la cama, frente al televisor; mientras que para ella tenía que ver con salir, ver verde, recibir sol y almorzar en un lugar campestre.
Estaban convencidos que el problema radicaba en que ellos eran muy diferentes. Aunque esta es una creencia muy común, es una verdad a medias. Ser diferentes o tener gustos distintos no puede ser la explicación para la incapacidad de construir acuerdos.
Así que les pregunté: “¿Qué creen que pasaría si pasan un domingo como le gusta a él y el siguiente como ella lo prefiere?”
Y claro, me explicaron que ninguno estaba dispuesto a dejar de ser como era, que renunciar a su personalidad no podía formar parte la solución. Durante la conversación fueron notando que esta posición tan radical tenía que ver con que, según sus creencias, hacer las cosas según su propia manera era la única forma de sentirse respetado y bien tratado. Es decir, notaron que suponían que dominar era más importante que amar y en consecuencia, desde ese precepto les era imposible conciliar.
Se dieron cuenta que aunque honestamente ansiaban estar juntos, imaginaban que cada uno tenía la obligación de alimentar la seguridad personal del otro. Y que, como si fuera poco, la manera más directa de hacerlo era sometiéndose a su voluntad. Al tomar conciencia de ello, comenzaron a ensayar otra forma de construir su autoestima y por lo tanto a crear otras expresiones del amor
Entonces, cuando la vida de pareja se nos desbarata entre las manos, es necesario preguntarnos con el corazón abierto: ¿Por qué estamos juntos?
Y si al final, podemos contestar que buscamos maneras de comunicarnos en las que la libertad del otro sea tan importante como amarlo, podremos estar seguros de que nuestra relación de pareja puede conducirnos a puerto seguro.

miércoles, 4 de mayo de 2011

Los clavos en la puerta

Hubo una vez un niño que tenía muy mal genio.

Su padre le regaló una caja de clavos y le dijo que cada vez que perdiera el control tenía que clavar un clavo en la parte trasera de la puerta. El primer día el niño había clavado 37 clavos en la puerta. Durante las próximas semanas, como había aprendido a controlar su rabia, la cantidad de clavos comenzó a disminuir diariamente.

Descubrió que eras más fácil controlar su temperamento que clavar los clavos en la puerta. Finalmente llegó el día en que el niño no perdió los estribos. Le contó a su padre sobre ésto y su padre le sugirió que por cada día que se pudiera controlar, que sacara un clavo.

Los días transcurrieron y el niño finalmente le pudo contar a su padre que había sacado todos los clavos. El padre tomó a su hijo de la mano y lo llevó hasta la puerta.

Le dijo: “Has hecho bien, hijo mio, pero mira los hoyos en la puerta. La puerta nunca volverá a ser la misma. Cuando dices cosas con rabia, dejan una cicatriz igual que ésta. Le puedes clavar un cuchillo a un hombre y luego sacárselo. Pero no importa cuántas
veces le pidas perdón, la herida siempre seguirá ahí”.

Una herida verbal es tan dañina como una física.